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A
pesar del mucho tiempo
desde entonces transcurrido,
aún mi pecho conmovido
se recuerda con dolor,
de aquel día que en el parque
vi en un banco una cieguita
y a su lado una viejita
que era su guía y su amor.
Y observé que la chiquilla,
de ojos grandes y vacíos,
escuchaba el griterío
de otras niñas al jugar.
Y la oí que amargamente,
en un son que era de queja,
le preguntaba a su vieja
¿Por qué yo no he de jugar?
Y ciertamente no sé
si el dolor que sentí
fue escuchando
la voz de la nena.
O fue que, cuando miré
a su abuela, advertí
que lloraba en silencio
su pena.
Ay, cieguita,
-dije yo con gran pesar-
ven conmigo, pobrecita.
Le dí un beso y la cieguita
tuvo ya con quién jugar.
Y así
fue que cada día,
al llegar con su abuelita,
me buscaba la cieguita
con tantísimo interés,
que feliz era la pobre
cuando junto a mí llegaba
y con sus mimos lograba
que jugásemos los tres.
Pero un día que aún recuerdo
cuando vino la viejita
y me dijo: la cieguita
está a punto de expirar,
fuí corriendo hasta su cuna...
La cieguita se moría,
y al morirse me decía:
¿Con quién vas ahora a jugar?
Y ciertamente no sé
si el dolor que sentí
fue escuchando la voz
de la nena.
O fue que, cuando miré
a su abuela, advertí
que lloraba en silencio
su pena.
Ay, cieguita,
yo no te podré olvidar,
pues me acuerdo de mi hijita,
que también era cieguita
y no podía jugar. |
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